David miraba al robot inmóvil en el centro de la sala como si fuera una bomba de relojería gigante, a punto de explotar en cualquier momento. “Vale, Tree, has lidiado con cosas peores. Recuerda aquella vez en Bangkok con la cobra en el baño del hotel... Esto no puede ser mucho peor, ¿verdad?”. El problema con el sarcasmo en momentos así, pensó David, es que no lo aliviaba del todo de la situación.
El robot, una mole de metal oscuro y amenazante, emitía un suave zumbido, como si estuviera acumulando energía para arrasar con cualquier cosa que se atreviera a moverse. “Mira, sé que lo tuyo son los láseres y los cañones, pero... ¿podrías ser más amigable? No, claro que no, eres un robot asesino, no Siri.”
David sabía que no tenía mucho tiempo. Si ese monstruo metálico se activaba por completo, él sería menos que historia. Echó un vistazo rápido a la consola en la pared: compleja, sí, pero nada con lo que no pudiera lidiar. Corrió hacia ella, consciente de que con cada paso el robot lo observaba. Era como estar en una mala cita, donde uno de los dos claramente quería matarte con un cañón láser. Clásico.
Llegó a la consola y, como en todos los momentos críticos, dudó entre cuál era el botón correcto. ¿El rojo? ¿El azul? ¿Cuál de estos apagaba al robot y cuál lo activaba en modo "Aniquilación Total"? “Perfecto”, murmuró. “Es como escoger qué cable cortar en una bomba, excepto que la bomba tiene piernas y me va a seguir si fallo.”
Con una decisión que se sintió más como una apuesta desesperada que una elección calculada, David presionó el botón azul. Nada. Luego el rojo. Zumbido. Las luces del robot parpadearon y, por un segundo, David pensó que todo estaba bien. Pero entonces, los ojos del robot se encendieron en un resplandor rojo intenso, como un mal chiste de película de ciencia ficción.